Un día, el Sol y la Luna, se enamoraron. Qué eclipse tan bonito se dio. De esa unión nació la Tierra, un planeta capaz de dar y albergar vida, pero llegaron tiempos oscuros. Ambos tenían tal poder y energía que llevaba a la naturaleza a vivir cambios bruscos tanto de temperatura como de caos ambiental. La Tierra en un momento dado, se vio obligada a volver su origen, su núcleo de energía y llegó al siguiente pacto:
Permito que ambos tengáis vuestro ciclo de gravitación y podáis mostrar vuestro poder porque son necesarios para mi evolución pero, uno gobernará el día y el otro la noche.
El sol ayudaría a activar la fotosíntesis y a florecer y la noche proporcionaría descanso y desactivaría la fotosíntesis a cada ser viviente. Así fue como cada uno ocupó su lugar y se creó un equilibrio óptimo para la creación reduciendo los tiempos de destrucción.
La naturaleza era consciente de la influencia y energía que tenían cada uno, por eso los situaba en su elemento más puro para que pudieran sacar lo mejor de ellos mismos.
Su destino jamás sería estar juntos, pero si aprender de un propósito común, pues hasta la naturaleza tenía otros planes. Ese sería su punto de conexión: crear, mantener y honrar al árbol de la vida a través de la fe, pues sin esas tres partes unidas, jamás podría darse.