Había una vez un ermitaño que llegó a una aldea muy peculiar. Todos vivían estresados. Tras darse un paseo y hablar con cada uno de sus habitantes, llegó a la casa de un estafador. Él sorprendido le dijo:
—¿Cómo has llegado hasta aquí? No suelo recibir visitas —dijo con una sonrisa malvada.
—Vengo por curiosidad. ¿Por qué están todos estresados?
—Mi pregunta es, ¿por qué no lo estás tú? ¿Qué clase de inmunidad te protege?
—No sé de qué hablas, yo solo quiero saber la verdad y me marcharé, no tengo intención ninguna de perturbar tu sistema.
—Muy bien, te lo contaré. No sabes lo fácil que es timar al pueblo, les haces creer que tienen límites de edad, de género y de territorio, con crisis a propósito para que no puedan parar a pensar y vivan en piloto automático.
—¿Qué ganas tú con eso?
—Les robo lo más valioso de su vida: su tiempo. De ahí su estrés. Creen que enferman cuando realmente es un mensaje de sus cuerpos avisándoles que hay algo que no cuadra. Para cuando quieran darse cuenta ya será demasiado tarde y los habré tenido a mi merced por lo menos sesenta años. Nunca habrán elegido de verdad, solo habrán elegido la corriente o moda que haya.
—Entonces, la verdadera riqueza es el tiempo.
—Sí, ahora vete en paz, antes de que cambie de opinión.
El ermitaño había aprendido a sortear a ladrones y a estafadores así que se fue, pero sabía que su presencia en aquella aldea ya había dejado una pequeña semilla en sus mentes. Sus habitantes llegado el momento despertarían y el estafador no podría hacer nada por frenarlo. Solo con su visita ya el cambio se había producido.