Que me bajaba la nota porque decía que podía sacar más. Razón no le faltaba, pero me aburrían hasta la saciedad sus clases. Esa técnica conmigo no funcionaba. Si sin estudiar, sacaba 6 y me bajaba a 5, ¿para qué esforzarme cuando podía hacer otras cosas? Mi razonamiento era el siguiente: hacerme madrugar para ir a una clase donde éramos 30 sabiendo que al pobre hombre no le iba a dar tiempo a atender a todos, era un esfuerzo que ya me parecía hasta demasiado… dar. Si con cero esfuerzos = a 6. Podía invertir el otro tanto de esfuerzo que me quedaba en otras cosas más interesantes… ¿Cómo por ejemplo? Leer sobre astronomía o historia antigua.
Al final, me dejó por imposible dándome la típica charla de que tenía que esforzarme. Mira que me he esforzado en esta vida pero de esa asignatura jamás me arrepentiré porque igual que pensé que las ecuaciones de segundo grado no iban a formar parte de mi mundo laboral, tampoco lo iba a ser sacar un punto más o menos en una competición absurda de un sistema que tiene esa manera de filtrar mentes. En el fondo lo compadecía, entre que no disponía de tiempo para ajustar las necesidades de su alumnado, que su sueldo no debía ser maravilloso, que su cara de asco era visible y que la energía la proyectaba en el alumnado, la verdad es que las papeletas estaban claras: una vida externa muy triste.
En cambio, en cuarto año, tuve un profesor que por azar acabé en su clase y me enseñó a ver la vida desde la filosofía y a adquirir conocimiento por el simple hecho de aprender y no como algo que valorar con números. Fue un gran hombre que estuvo en templos de Japón y la verdad, que por profesores así son, por los que de alguna manera no dejé de ir a las clases presenciales, porque si me pones a reflexionar sobre el esfuerzo, ya te digo yo que me siento o hago lo mínimo si valoro que no vale la pena, porque lo realmente valioso es el tiempo.