Largo tiempo pasé en aquella estación, viendo a muchos pasajeros ir y venir. Tenían claro su destino y su tren. Mientras yo, sentada en aquel banco, aprendía mucho de todo ese movimiento. Múltiples maletas vi pasar… Pero supongo, que debía esperar a la sombra de la noche para que apareciera aquel solitario tren. Era un tren muy peculiar porque sus puertas ni se abrían ni se cerraban. Directamente, no había puertas. Me subí allí sin saber si realmente era mi tren, pero en el fondo de mí intuía que de todos los que vi pasar, ese era el único que parecía ser lo que buscaba.
No entendía su sistema, hasta que, a lo largo del viaje, lo entendí. Ese tren no iba a ninguna parte, ese tren te obligaba a elegir bajar en algún punto y ese sería mi destino. Pues mi viaje no iba a estar en el tren y ver las cosas a través de una ventana. Saltaría con fe a una superficie elegida desde la conciencia y viviría la experiencia de una forma directa. No iba a esperar al fin del viaje para comprender los rituales y sus presiones.
Lloré emocionada cuando agradecí que ese momento llegara y que me hiciera pensar: «me bajo del carro y del tren, pues otro tipo de vida me espera»