Cuantos años me la pasé buscando y buscando, aquello que tanto anhelaba y ahora mirándolo desde lejos comprendo por qué no lo encontraba. Buscaba mal. Supongo que llena de límites, de creencias y de presiones sociales, pensaba que lo que anhelaba estaba reflejado en la materia externa y me equivocaba.
A veces, me sentía mal por no sentir esa felicidad como otros sentían al tener, objetos físicos, porque a mí, me llenaban otra clase de cosas como la sonrisa de las personas que amo, la pasión familiar por cosas que compartimos, el tacto de la arena y el poder dedicar tiempo (entre muchas cosas) a personas importantes en un siglo con tan poco tiempo para todo. Aunque toda gratitud interna se ve reflejada en el exterior, y lo valoro también, su verdadero valor para mí no es nada a comparación con todo lo que hay dentro.
Mi pregunta después fue: ¿por qué no lo veía? Y la respuesta era: porque se movía y solo podía sentirla. ¿Y qué era? El motor de mi pasión: el arte. No lo encontraba porque ni estaba fuera ni estaba quieta. Podía transformarse y manifestarse de muchas maneras más allá de ser una artista. La creatividad es la luz y la oscuridad de mi gran reino interno, aparecía y desaparecía como un atardecer y un amanecer, al unir ambas polaridades. Tuve que meditar mucho para ver que no estaba fuera y que al mirar en mi interior solo podría ver su aparición con los ojos del alma a destiempo y a ciclos, con la gran tranquilidad de saber que nunca se iba a marchar, porque mutaba, se nutría, evolucionaba y se transformaba.